Hasta que ellos vuelvan
Me pasó la segunda semana. El ritmo acelerado de los primeros días no me dejó darme cuenta. Pero de pronto fui consciente: el colegio estaba vacío. Un colegio sin alumnos, sin educadores, sin familias.
Paseé por sus clases, su gimnasio, su capilla, sus despachos, sus pasillos. ¿Un colegio sin alumnos, sin educadores, sin familias? Era la segunda semana.
Noté que nos habíamos tenido que ir rápidamente, que pensábamos que nos habíamos ido para un poquito, que las clases estaban esperando para que volviéramos el lunes siguiente, que los trabajos seguían a medias para ser terminados el próximo día… pero no iba a ser así.
Y decidí no ir más. No traspasar la puerta que separa la comunidad del colegio. No volver hasta que volviera la vida. No volver hasta que hubiera algo de normalidad. Y no vivir en un colegio vacío sino en mi casa, habitada.
Y empecé a notar el cambio: una hermana regaba el jardín del colegio para que florecieran las rosas, otra cortaba la hiedra que se comía el terreno de las demás, otra barría la entrada al colegio para cuando los niños llegaran, otra leía en el jardín, otra barría el patio porque la lluvia y las hojas podían atascar las bajantes.
El colegio no estaba vacío. Lo íbamos a cuidar, a mantener, a preparar. Faltaban muchos, los más importantes, pero las que estábamos aquí, nos ocuparíamos de cuidarlo… hasta que ellos vuelvan.